domingo, 21 de diciembre de 2008
DERECHOS HUMANOS Y POLÍTICA
La rebeldía contra siglos de injusticia ha dado como fruto unos derechos humanos que hoy pretendemos que tengan vigencia universal, es decir, que lleguen a todos y cada uno de los individuos como salvaguarda de su dignidad y credencial de su autonomía. El sufrimiento por la injusticia padecida y la conciencia ganada contra todo trato inhumano que deshumaniza a otro –también al que lo practica- han movilizado lo mejor de nuestra humanidad, hasta conseguir ponernos de acuerdo en que “no hay derecho” a que unos se comporten respecto a otros menguándoles su libertad o robándoles su pan. La igualdad ante la ley y la igualdad en el acceso a los recursos básicos para que la vida humana pueda transcurrir en condiciones de dignidad aparecieron como componentes irrenunciables de los contenidos de justicia que en toda declaración de derechos habían de ser recogidos. Desde esas bases se fue cartografiando el mapa de unos derechos humanos que poco a poco, y desde muy diversas fuentes, se han ido formulando jurídicamente, concretando por una parte lo que suponen de reconocimiento a la dignidad de cada uno y buscando traducción por otra en lo que debe ser plasmado como derechos fundamentales, incorporados a las constituciones políticas y a los sistemas legales que de ellas se derivan.
La milenaria historia de los derechos humanos, ganando celeridad en los últimos siglos, vino a dar hace sesenta años, el 10 de diciembre de 1948, a ese hito de la misma proporcionado por la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU, un verdadero monumento de la humanidad construido en medio de las ruinas de la Segunda Guerra Mundial y tras el horror de la barbarie nazi. Desde entonces, aun con las limitaciones inherentes a todo documento fraguado en unas coordenadas concretas, el listón ético de lo que los humanos nos debemos a nosotros mismos quedó puesto en un punto sin retorno, acompañado de un imperativo de la máxima exigencia en cuanto al respeto a los mismos. Tal cota normativa no baja de nivel por el hecho de que, desgraciadamente, los derechos humanos de muchas personas se vean menoscabados o negados en multitud de ocasiones –infinitamente, y no sólo por la cantidad de ocasiones en que los derechos son violados, sino porque sin medida es cualquier forma de daño a la dignidad humana-. Ese quebrantamiento de lo que se debe en justicia, por una parte obliga a decir que lo normativamente universal es de suyo “universalizable”, por lo menos hasta que se consiga que la vigencia alcance efectivamente a todo tiempo y lugar; y, por otra, nos obliga a la tarea política de lograr que los derechos humanos de cada cual sean respetados sin excepción.
El compromiso político que así brota presenta un componente moral inerradicable y sitúa la política en una órbita desde la cual ya no podrá legitimarse nunca más por la mera conquista y conservación del poder. Se trata en este caso de la política que sólo en la democracia puede encontrar su medio adecuado, por ser la democracia, tal como se configura en las democracias constitucionales, el sistema político en cuyo núcleo moral se sitúa la exigencia de respeto incondicional a la dignidad humana y en cuyo entramado de instituciones y procedimientos se hace operativo el reconocimiento de todos los ciudadanos como sujetos de derechos que han de ser protegidos (componente liberal de la democracia) y que han de ser ejercidos (componente republicano). El mismo juego de mayorías y minorías, consustancial a la vida democrática, pierde su sentido si no arraiga en la conciencia colectiva en torno a derechos inviolables y si no cuaja en prácticas institucionales que no pierden eso de vista.
Con las declaraciones posteriores sobre derechos de la mujer (1952) y sobre derechos del niño (1959), así como con los pactos internacionales sobre derechos civiles y políticos y sobre derechos económicos, sociales y culturales de 1966 –en ellos adquieren perfil preciso esas “generaciones de derechos” que luego han venido a completarse con los derechos medioambientales-, el horizonte de los derechos humanos ha ganado tanto concreción como capacidad de exigencia. Llegando a una época como la nuestra, descreída y sumida en sucesivas crisis, aparece tal horizonte como la tenue línea de un futuro de democracia cosmopolita y mundo habitable que aún puede trazar un pensamiento de intención utópica que resiste a ser cancelado. Bajo ese horizonte ninguna política que merezca tal nombre puede hacerse al margen de lo que significan los derechos humanos que postulamos como universales. Una política que no tenga los derechos humanos como referencia decisiva y criterio regulador se sitúa en esas antípodas donde ya hay que hablar de antipolítica -¡ay, Guantánamo!-. Mas también es cierto que siendo los derechos humanos universales una referencia para la política que no debe faltar, tales derechos, como subraya con acierto el pensador francés Marcel Gauchet, no configuran por sí mimos, con la sola referencia a ellos, una política, pues sin más no cabe derivar directamente de ellos medidas programáticas para la acción. Cuando esto no se tiene en cuenta, la política acaba atrapada por una “ideología de los derechos humanos” que puede acabar encubriendo precisamente lo que se opone al reconocimiento efectivo de éstos y, por consiguiente, al respeto a la inviolable dignidad de los individuos. También los derechos humanos, con su dimensión ético-utópica, requieren de mediaciones adecuadas.
Escrito por JOSÉ ANTONIO PÉREZ TAPIAS:
Coordinador Federal de Izquierda Socialista-PSOE.
Parlamentario por Granada.
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