Es un lugar común decir que la izquierda está en crisis. No lo creo así. Pienso que la derecha se encarga de decir que la izquierda está en crisis y una parte de ésta se lo cree. En cambio, sí creo que la izquierda en muchos casos está desorientada. En el tema de la inmigración, parece como si gente de buena fe de izquierdas hubiera adoptado en los últimos años un doble lenguaje. Un discurso para los que estamos a este lado del estrecho y otro, para los que vienen de fuera. Me atrevo a proponer que el punto de vista sobre el que juzgar situaciones que parecen nuevas sea el de las inmigrantes feministas. En la primera cuestión, es interesante ver cómo muchas veces damos por descontadas demasiadas cosas buenas de nuestra sociedad. Es necesario que venga alguien de fuera, de muy lejos, para ser conscientes de lo que tenemos –imperfecto, sí, pero lo tenemos y ha costado la lucha de muchos años y de muchísimas personas alcanzarlos. Somos pocos los que tenemos estos derechos, este nivel de vida en el mundo. Evidentemente, es necesario luchar para mejorar las cosas, pero es conveniente estar alerta, no sea que retrocedamos por culpa de darlas por hechas. El segundo elemento, el choque ideológico de Ayaan con el laborismo, con la izquierda holandesa. Una izquierda, por otro lado, similar a la nuestra y con un denominador común: el buenísmo y el autismo. Ayaan nos relata con mucha finura y detalle el proceso religioso, cultural, político y social que lleva a la marginación, y al sufrimiento brutal de las mujeres. La inicial negativa del Parlamento a querer saber el número de mujeres muertas por crímenes de honor es un buen ejemplo y no el único. Si hiciésemos un debate en España, la respuesta de la izquierda sería exactamente la misma que la de la izquierda holandesa de hace diez años: no querer saber, no preguntar. Uno de los argumentos utilizados para no querer saber los datos es que no se puede construir un cuestionario con elementos étnicos o religiosos. Es decir, sabemos cuántas mujeres han muerto violentamente; pero para ser políticamente correctos, no podemos indagar por qué. Y al no poder hacerlo, el problema desaparece. Podríamos hacernos preguntas similares aquí. ¿Cuántas chicas desaparecen de las escuelas españolas en la pubertad? ¿Cuántas vuelven de vacaciones habiendo sufrido una ablación de clítoris? ¿A cuántas niñas criadas aquí las casan a la fuerza a cambio de dinero, allí? Nunca creí que tendría que escribir un artículo reivindicando el derecho de las mujeres a emparejarse por amor con quien ellas decidan. Me llamaran radical por comunicarlo. La izquierda española ¿seguirá el mismo camino o aprenderemos de los errores de los países que nos llevan años de ventaja? Ante tamaña desorientación, ¿no sería más fácil ponernos del lado de las mujeres valientes que luchan por la libertad? Creo que existe demasiado paternalismo ante situaciones que hemos vivido aquí no hace tantos años. Las mujeres no podían trabajar sin el consentimiento escrito del marido, ni abrir una cuenta corriente, tenían que llegar vírgenes al matrimonio (si no, se armaba una marimorena) y, claro, no había violencia de género, sino crímenes pasionales. ¡Y cómo nos cabreaban los turistas que decían que en la España de Franco la gente era muy feliz bañándose en verano en el mar, comiendo paella y bebiendo sangría!
Este sujeto colectivo pensante, este intelectual orgánico colectivo llamado partido, sea socialista o comunista, decide unos mecanismos de aprehensión de la realidad, metaboliza los datos recibidos y actúa. La bondad del procedimiento ha sido incluso cantada por los poetas: "Tú tienes dos ojos, pero el partido tiene mil", escribe Bertolt Brecht en el inicio de su Oda al partido. En sus etapas de vanguardia de la conciencia crítica, socialismo y comunismo fomentan un aumento cuantitativo del saber de sus militantes y disciplinas internas de debate que acercan, dentro de lo que cabe, a esa elaboración colectiva de consciencia. Creo que es posible incluso delimitar el momento del tiempo histórico en que, ya separados comunistas y socialistas, atrofian sus mecanismos de aprehensión de la realidad a partir de servidumbres no sólo diferenciadas, sino incluso enfrentadas entre sí cruelmente. La lucha entre espartaquistas y socialdemócratas al acabar la primera guerra mundial o las batallas, no siempre meramente dialécticas, entre la II y la III Internacional, inmediatamente antes e inmediatamente después de la segunda guerra mundial, bloquean la capacidad de aprehensión critica de la realidad, en un doble sentido de la palabra bloquear: paralizan mecánicamente y alinean según el punto de referencia de dos bloques internacionales. Socialistas y comunistas aprenden, piensan y actúan en función de tomas de posición en una de las dos trincheras y tienden a convertirse en factores de parálisis histórica, de instalación en el empate histórico. El grado de agudización de la guerra fría, marca el grado de cerrazón o apertura en el bloqueo, y resulta de un primitivismo marxista ruborizante llegar a concebir la sospecha de que el deshielo dogmático de los años sesenta se debió al boom económico neocapitalista, que hizo a los unos menos hostigantes y a los otros menos recelosos Lo cierto es que de ese largo período de guerra de trinchera los partidos comunistas y socialistas salieron seriamente afectados como sujetos conscientes. Los partidos socialistas reducían el intelectual orgánico colectivo a congresos fantasmales donde se imponían los hechos consumados, el saber digerido por el aparato profesional que esgrimía la lógica de lo pragmático. Y los partidos comunistas se dividían internamente en dos entes, sólo unidos por la cultura de las disciplinas y el seguidísimo: el partido programador y el partido máquina, reducido casi siempre el partido programador a la prepotencia de los poderes fácticos internos, encabezados por los secretarios generales y los dirigentes creados a partir de las costillas de los secretarios generales. Los colectivos militantes se convertían paulatinamente en idiotas orgánicos colectivos informados a través de filtros cenitales. Sólo así se explica que los partidos comunistas occidentales tardaran más de veinte años en enterarse de que el asalto al palacio de Invierno era ya imposible y que algunos partidos socialistas del mismo hemisferio aún no sepan que actúan como agentes objetivos al servicio de la supervivencia del sistema capitalista. El marco dialéctico de fondo sigue siendo la relación de dominación entre capital y trabajo, entre centros colonizadores y periferias colonizadas. Es decir, el marco sigue siendo, en lo fundamental, el que supo plasmar el socialismo científico, al que hay que añadir más de 100 años de agudización y metamorfosis de las contradicciones. Pero es cierto que la radicalidad de estas contradicciones se manifiesta sobre todo en la periferia, y el escepticismo desganado del habitante de una provincia céntrica del imperio es consecuencia de su propia pérdida relativa de protagonismo. Pero difícilmente la izquierda puede quejarse de la ofensiva de la nueva derecha y de la grave neutralidad apolítica de la juventud o de las masas cuando no ha sabido ni siquiera espabilar al intelectual orgánico colectivo que tenía más cercano y ha tolerado, por vía activa o pasiva, que se convierta en un idiota orgánico colectivo, idiota perfecto, porque ni siquiera sabe que lo es. Al margen de este querer o no querer, poder o no poder, la historia sigue y los aburridos provincianos o capitalinos del imperio pueden ver a través de la televisión, privada o pública, en blanco y negro o en color, cómo en la periferia la nueva derecha es otra cosa e inscribe 30.000 desaparecidos en el necesario debe de la democracia. Y sin ir tan lejos, los desganados occidentales pueden comprobar cómo los bobbies pierden la compostura cuando los pacifistas se oponen a que la nueva derecha convierta su peso en misiles atómicos y cómo los sofisticados ejecutivos de multinacionales, irónicos y sutiles perdona historias, puestos a elegir entre beneficios y contaminación, eligen contaminación. Al fin y al cabo, la izquierda nació históricamente para ganar la batalla del progreso, y si la izquierda realmente existente no sirve, las necesidades humanas la sustituirán por otra. Incluso pueden cambiarle el nombre. Pero me parece que no se trata de una simple cuestión nominal.
José María Domínguez
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